sábado, 9 de junio de 2018

EL CORAZÓN INMACULADO

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Sin duda, el puñal es un símbolo, un concepto, pero no nos debe impedir «ver» el concepto principal de la Virgen: su corazón, que no es, naturalmente, visible con los ojos del cuerpo, pero que es el gran protagonista, porque, si la Virgen en su paso de palio es para sus cofrades el centro del mundo, el corazón de María es el centro del centro.
Paso de María Santísima de los Dolores,
de San Vicente
Hay que saber adivinar el alma en el corazón de la Virgen, más allá de la «apariencia» de madera del candelero y de los encajes que le adornan el busto. Hay que saber ver el corazón de María transido por siete espadas. Aunque no lleve espadas. Aunque no lleve ni siquiera puñal. Es necesario buscarlo, porque el corazón transido de María, síntesis microcósmica del macrocosmos del paso de palio, que es a su vez reflejo microcósmico del macrocosmos del Cielo, es su cueva de iniciación.
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En el corazón reside el espíritu absoluto, el principio residente precisamente en el centro del ser, «más pequeño que un grano de arroz, más pequeño que un grano de cebada, más pequeño que un grano de mos­taza, más pequeño que un grano de mijo, más pequeño que el germen que está en un grano de mijo», pero al mismo tiempo «más grande que el cielo, más grande que todos estos mundos juntos».
Si el vientre de María fue la concavidad donde tomó cuerpo Jesús, fue el Inmaculado Corazón de la Madre el primer continente de la sangre de Cristo cuando la propia sangre de María irrigó el diminuto cuerpo de su Hijo nas­cituro. Y este corazón de la Madre Virgen es, sin duda, el recipiente más insigne, el vaso merecedor del mayor honor —Vas honorabile—, el más genuino Santo Grial, símbolo primordial del Cristianismo y de toda misión sagrada de búsqueda de lo trascendental. El Santo Corazón de María lo es todo porque en él están las cráteras sagradas de todas las religiones, desde el caldero celta al caldero de Medea asociado a Jasón y al vaso cosmogónico de Platón; es el vaso de oro que contiene la inmortalidad, el vaso santo que Melquisedec dio a Abraham, la copa del ómer diario (Éxodo 16:16), el cáliz sagrado de la Sagrada Cena Sacramental, el cuenco que inspiró a Chrétien de Troyes, el vaso glosado por Robert de Boron en el que José de Arimatea habría recogido la sangre de Cristo, que es el mismo cáliz del ángel ante el Cristo de las Aguas, y el mismo de santa María Magdalena ante el Cristo de las Cinco —sangrantes— Llagas, según el libro de Reglas de 1819 de la hermandad de la Trinidad; es, de forma concluyente, el vaso único del arte, el trofeo sagrado que requería una fórmula alquímica para su consecución…
Porque todas estas figuras, significativas de fines idea­les e inaprensibles, sacralizando la búsqueda de nuestro propio ideal interior, no son sino figuras, precursoras o testigos, en la filosofía, en la historia, en la leyenda o en la representación cofrade, del Corazón de María. Y, natural­mente, también del propio Corazón de Jesús.
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Del libro de Antonio Hernández Lázaro El paso de palio: la búsqueda, Editorial Almuzara, 2018, pp. 195-197.